Desde que comenzó a operar en 2019, la mina Mirador se convirtió en el símbolo de la megaminería a cielo abierto en Ecuador.
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SUSCRIBITEDetrás de un megaproyecto minero en Ecuador, operado por empresas chinas, hay desplazamientos forzosos, contaminación y conflictos con comunidades indígenas.
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SUSCRIBITEDesde que comenzó a operar en 2019, la mina Mirador se convirtió en el símbolo de la megaminería a cielo abierto en Ecuador.
Ubicada en la parroquia de Tundayme, en la provincia amazónica de Zamora Chinchipe, este yacimiento de cobre es operado por Ecuacorriente S.A. (ECSA), filial de las estatales chinas Tongling Nonferrous Metals Group y China Railway Construction Corporation. Pero lo que se anuncia como una “obra de integración entre los pueblos de Ecuador y China” es, para cientos de comunidades indígenas y campesinas, un proyecto impuesto que amenaza sus vidas, su territorio y su biodiversidad.
La Cordillera del Cóndor, donde se emplaza la mina, es una de las regiones con mayor biodiversidad del planeta. Aquí conviven más de 600 especies de aves, 4.000 de plantas vasculares y una multiplicidad de ríos que nutren la cuenca del Amazonas. También es territorio ancestral del pueblo shuar. Más del 50% de sus tierras han sido concesionadas a la minería. En este contexto, el proyecto Mirador se impuso sin consulta previa, libre e informada, y desde su inicio ha estado acompañado de desalojos violentos, contaminación del agua y amenazas a defensores del territorio.
En ese lugar, ECSA extrae cobre a cielo abierto y proyecta operar hasta 2049. La ampliación aprobada por el expresidente Guillermo Lasso en 2023 llevará la producción a unas 140.000 toneladas diarias de roca procesada para 2027. Pero solo el 1% de ese volumen es cobre. El 99% restante se convierte en escombros y relaves: desechos tóxicos que se acumulan en gigantescas represas construidas en plena zona de alta sismicidad.
El contrato para la explotación de Mirador fue firmado en 2012 bajo el gobierno de Rafael Correa, en plena ola extractivista en la región. La mina abarca unas 3.000 hectáreas y tiene reservas estimadas de más de 3 millones de toneladas de cobre, junto con oro y plata. Su infraestructura incluye dos gigantescas presas de relaves (Quimi y Tundayme) destinadas a contener los desechos tóxicos generados por la extracción. La empresa proyecta operar hasta 2049.
Sin embargo, la magnitud del proyecto trae aparejados riesgos mayúsculos. Un estudio presentado en 2023 por E-Tech International y RIADA, con modelado de escenarios en caso de ruptura de relaveras, alerta sobre un peligro inminente para 24 comunidades que viven aguas abajo. La represa Tundayme, en proceso de ampliación de 260 a 320 metros de altura, se convertiría en una de las más altas del mundo. En una zona de alta sismicidad, con lluvias torrenciales y suelos inestables, la posibilidad de una catástrofe ambiental no es hipotética: es probable.
La contaminación ya es una realidad. Ríos como el Quimi, Zamora y Santiago están afectados por el drenaje ácido de mina, la deforestación y los escombros. Según expertos, el 99% de la roca extraída termina como desecho, mientras que apenas el 1% es transformado en concentrado de cobre. Las aguas cargadas de metales pesados fluyen libremente y afectan a las comunidades, que no pueden utilizar los ríos para consumo ni para riego.
Desde el inicio del proyecto, más de 30 familias han sido desalojadas por la fuerza, muchas de ellas sin títulos de propiedad formales, en zonas donde la tierra se administra de forma colectiva según las leyes indígenas. Escuelas, iglesias y centros comunitarios fueron destruidos. El pueblo de San Marcos fue literalmente borrado del mapa. Quienes se resisten a dejar sus tierras enfrentan criminalización, persecuciones y atentados. En noviembre de 2023, la casa del líder shuar Luis Sánchez, de la organización CASCOMI, fue incendiada tras la presentación pública de un informe crítico sobre el proyecto.
En paralelo, la empresa ha desplegado una estrategia de relaciones públicas que insiste en los beneficios económicos y la creación de empleo. ECSA asegura haber generado 2.400 empleos directos y más de 10.000 indirectos, con inversiones sociales que rondan los seis millones de dólares. También promueve capacitaciones, asistencia comunitaria y campañas de recuperación ambiental. Pero para muchas comunidades, estos beneficios son mínimos en comparación con la pérdida de sus formas de vida, su salud y su cultura.
La mina Mirador es un eslabón clave en la estrategia global de China para asegurarse el acceso a metales críticos. El cobre que se extrae en Ecuador se exporta casi en su totalidad al país asiático, donde es transformado en láminas para la fabricación de baterías de litio, autos eléctricos y tecnología verde. Empresas como CATL, BYD o Gotion —gigantes de la industria de baterías— figuran entre los principales clientes de Tongling Nonferrous Metals. El vínculo se enmarca en la Iniciativa de la Franja y la Ruta, una apuesta geopolítica de Beijing para fortalecer su presencia en América Latina.
Ecuador ha recibido más de 1.400 millones de dólares en inversiones para el proyecto Mirador, además de 85 millones en regalías. En medio de una crisis de deuda externa y bajo gobiernos que ven en la megaminería una tabla de salvación económica, China ha consolidado su rol como socio estratégico. La expansión de Mirador Norte —prevista para 2026 con una inversión de 658 millones de dólares— se perfila como la segunda fase del proyecto, a pesar de las resistencias locales y la falta de garantías ambientales.
La ausencia de una consulta previa conforme al Convenio 169 de la OIT sigue siendo una de las principales críticas al proyecto. Tanto comunidades indígenas como organizaciones de derechos humanos han denunciado que el proceso de “socialización” llevado a cabo por la empresa, en complicidad con el Estado, no puede considerarse una consulta válida. En muchos casos, se trató de reuniones unilaterales donde solo se expusieron supuestos beneficios, sin incluir estudios independientes ni mecanismos reales de participación.
La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) admitió en 2022 una petición presentada por comunidades afectadas, por violaciones al debido proceso, al derecho a la consulta y a la protección judicial. El caso sigue en análisis.
El cobre del Mirador se inserta en una narrativa global sobre la transición energética. La demanda de metales “verdes” se ha disparado en el Norte global, que impulsa la electrificación del transporte y las energías renovables. Pero esa transición, que promete sostenibilidad en los países consumidores, muchas veces se construye sobre los territorios del Sur global, donde los costos sociales y ambientales son altísimos.
En Ecuador, la retórica del desarrollo choca con la realidad: comunidades desplazadas, destrucción de ecosistemas irrecuperables, criminalización de la protesta, agua contaminada y enfermedades. Las promesas de inversión y empleo no han transformado las condiciones de vida de las comunidades amazónicas.
A tres años de iniciada la operación, no existe un plan de cierre para la mina. La falta de previsión sobre el futuro del sitio una vez agotado el recurso acentúa la sensación de que las comunidades quedarán solas frente a los pasivos ambientales. La combinación de falta de regulación, opacidad contractual y vacíos legales refuerza la percepción de que se trata de un modelo extractivo que sacrifica el presente y el futuro en nombre de una rentabilidad dudosa.
Según el investigador William Sacher Freslon, en un estudio publicado por la revista Ecuador Debate, los costos económicos, sociales y ambientales de convertir a Ecuador en un país megaminero podrían superar los beneficios en más de 24.000 millones de dólares. Y advierte: la generación de residuos tóxicos equivaldría a 25 veces la cantidad de desechos domésticos de todo el país.
Mientras el mundo habla de transición energética y descarbonización, las materias primas para ese cambio se extraen en territorios como la Amazonía ecuatoriana, donde los derechos indígenas, el ambiente y la soberanía quedan en segundo plano. La mina Mirador es un caso paradigmático: promesas de riqueza, discursos de cooperación internacional, pero una realidad marcada por despojo, contaminación y conflicto.